Hasta los 12 años le temía mucho a los cementerios. Paranoia total. Un día tuve que ir obligado a un funeral de un vetusto miembro de "La Sociedad de la Igualdad y del Trabajo"... Me obsesioné con mausoleos y esculturas. Cambio absoluto de chip. Si me gustan los cementerios, es gracias al CG. Para terminar este ciclo les regalo mi Cementerio General, el que recopilé para "Guía Mágica de Santiago":
«El promedio de ingresos diarios es de 46 fallecidos. Se accede a él a través de la Plaza de la Paz, adornada por un hito histórico: El monumento de los muertos en la Iglesia de la Compañía en 1863. Se trata de una escultura de bronce del francés Albert-Ernest Carrier Belleuse.
La monumental entrada está adornada con murales y reopresentaciones de la muerte en las que destaca la figura de un reloj de arena alado, el tempus fugit.
El cementerio es de estilo neoclásico: la entrada, la capilla, las salas de pésame y de velatorios, y la distribución del propio cementerio con ordenadas calles en linea recta. En el centro del primer patio se encuentra la capilla, inaugurada en el año 1832.
En el han ocurrido algunos hechos curiosos y macabros. Como el ocurrido en 1837, en el que unos asustados cuidadores van a avisar al capellán-administrador, Manuel Muñoz, de que la tierra se mueve sobre una tumba. Al desenterrar al infortunado cristiano se le encuentra vivo pero en deplorable condición. A pesar de que este alcanza a "tomar un poco de caldo", fallece al poco rato, y es vuelto a enterrar, esta vez sí definitivamente. Menos suerte tiene en 1832 doña Rosario Zuazagoitía -esposa del prohombre don Mariano Egaña-, a quien al momento de su entierro se le ata de manos en actitud de oración, cosa común en aquella época. Transcurrido un año, al ir a cambiarla de sepultura, sus familiares observan consternados cómo las manos aparecen desatadas, evidenciando una lucha dentro de su ataúd, al cual había sido introducida, al parecer, con vida. Otras historias llamativas hablan del popular clérigo Francisco Riesco, famoso por las continuas bromas que gastaba al Santiago del siglo XIX, y a quien le gustaba dormir todas las noches, provocadoramente, en las tumbas que encontraba vacías. La misma actitud demostraba otro personaje popular de la época, el "Chanfaina", quien prefería, según él, la frescura de algún nicho vacío antes que su propia cama. Hay relatos que hablan de un cráneo (específicamente la calavera de don Manuel Antonio Matta) que anda a ras de suelo por cuenta propia, por obra y gracia de algún roedor; de un romántico poeta, que vela todas las noches en la tumba de su amada hasta que encuentra la propia muerte, o de amantes menos ingenuos, que aprovechaban los carretones de muertos que diariamente llegaban al cementerio desde los hospitales para fingir su propia muerte y escapar, de pronto, desnudos, ante el terror de los sepultureros presentes.
Pero, sin embargo, la historia más sorprendente de las relatadas en el siglo antepasado por Rosales, es la que tiene de protagonista a una joven -en 1845- que mientras hacía llorosa guardia en la tumba de su marido recién fallecido -un mozo de apellido Arismendi- cree ver moverse la frágil muralla del nicho donde esta él sepultado, para de pronto su sorpresa transformarse en terror cuando ve aparecer a su amortajado esposo, quien la empieza a perseguir en veloz carrera por el camposanto. A los angustiosos gritos de la joven acuden los sepultureros, quienes la encuentran desmayada, y metros más allá un trozo de tela de la mortaja que testimonia silenciosamente la irreal persecución. Horas más tarde, algunos se atreven a llegar a la tumba del joven: está vacia. La tumba es mostrada por los sepultureros como curiosidad hasta 1853, año en que reaparece el cadaver -ya esqueleto- con un cuchillo en el esternón... Un vampiro nacional. Otras narraciones del siglo XIX hablan de un árbol que brotó sobre una tumba, tomado por la gente como manifestación del espíritu del difunto.
Otros vampiros aparecen en las inmediaciones del camposanto. En 1893, la viajera italiana Sperata R. de Sauniere vivió un tiempo en Santiago, interesándose por las narraciones de hechos fabulosos o sobrenaturales. Una de sus empleadas domésticas, Teresa Barrios, le relató a su patrona un suceso acaecido cerca del cementerio, con una familia que ella conocía: "Una muchacha que servía en una casa de Recoleta, pololeaba con un joven carretonero. Como la niña era alegre y bastante bien parecida, un joven, hijo de sus patrones, empezó a galantearla, y ella, orgullosa de su conquista, desdeñó al primer pololo, el cual desesperado se suicidó dándose puñaladas y fue encontrado en su pieza, bañado en sangre. Poco tiempo después de la muerte del carretonero, el hijo de su patrón dijo que se iba de viaje y ella misma preparó la maleta; pero en la noche oyó golpear a la puerta de su pieza, y al abrir vio una sombra que ella creyó ser su galante. Este, sin hablar, le hizo seña de que lo siguiera y, tomándola del brazo salieron por una puerta falsa que daba al cerro Blanco. La muchacha quiso hablar; pero él le puso la mano sobre la boca y la niña se asustó, porque esa mano estaba helada. Ambos siempre callados, subieron al cerro y llegados arriba se sentaron. Muy pronto la niña se quedó dormida y despertó de repente sintiendo como si le clavaran el brazo. Al abrir los ojos, vio a su amante que estaba a su lado y tenía los labios puestos sobre su brazo como si la besara. Ella se levantó, y pensando que ya sería tiempo de volver a casa, se lo dijo al joven, el cual, sin contestar palabra, bajó el cerro con ella. La muchacha se volvió a su pieza y el joven, al separarse de ella, le dijo al oído: "mañana".
Cuando vino la hora de levantarse, la muchacha estaba sin fuerzas, sin embargo, atendió sus ocupaciones. En la noche la visita se repitió: subieron de nuevo el cerro, la niña tuvo sueño como la noche anterior y despertó al sentir los labios del joven que parecían chuparle el brazo. Incomodada, se puso de pie y empezó a bajar; pero se bamboleaba como si estuviera borracha. El joven, al contrario, parecía más animado y bajó casi corriendo. En su pieza, la muchacha miró su brazo y vio que tenía como una picadura que le dolía y se acostó con las fuerzas completamente agotadas.
Al levantarse, casi no podía tenerse en pie y estaba tan pálida que su patrona le preguntó asustada lo que le había pasado. Ella no quiso contar nada; pero le fue imposible trabajar y se recogió temprano a su pieza. A media noche el joven volvió a golpear, y como ella no le abriera, muy pronto se enojó. Temiendo que fuese oído ella abrió la puerta y le dijo que no le era posible ir con él porque estaba enferma. Sin escuchar nada, el joven la cogió del brazo y casi arrastrándola la hizo salir de la casa y subir al cerro; pero vencida por el cansancio, la joven cayo a tierra, a poco anda. Como en un sueño, sintió la picadura en el brazo y, haciendo un esfuerzo, rechazó a su amante. Este se levantó, y después de soltar una horrible carcajada, la escupió en la cara y de un salto se precipitó cerro abajo.
Al levantarse los dueños de casa, viendo que la sirvienta no aparecía, la buscaron por todas partes. Como la puerta que daba al cerro estaba todavía abierta, buscaron por ese lado, temiendo hubiera sucedido una desgracia. Allí encontraron a la joven tendida sobre una roca y tan blanca que parecía de mármol. En medio de la cara tenía una gran mancha de sangre: era el escupo que el amante le lanzara a la cara durante la noche. Moribunda fue llevada a la casa, y después de muchos cuidados, volvió en sí y pudo contar lo que le había sucedido; pero entonces supo que el hijo del patrón, a quien ella creía autor de lo que le había pasado, se había embarcado hacía algunos días para hacer un viaje a Copiapó".
Historias macabras son también las el mausoleo de Carabineros, donde en el subterráneo se aparece un hombre de baja estatura de jeans y camisa a cuadros, visto por siete personas que no se conocen entre ellas.
En el crematorio les fue arrojado dos veces un torso humano a guardias que patrullaban el lugar a altas horas de la madrugada.
Más recientemente, otras tumbas hito del cementerio son las de Orlita Romero Gómez, la popular "Novia", que nunca fue tal sino niña enterrada con su ropa de primera comunión; hasta hace poco era posible ver su ataúd, pero ahora su mausoleo ha sido clausurado. Los jóvenes de muchas generaciones la han transformado en la santa del amor herido y no correspondido.
También se encuentra la animita de Inesita Riquelme, quien fue encontrada intacta tras ocho años de estar sepultada, tras morir a los siete años (ver pag.). Un alma caritativa le compró su nicho definitivo, donde descansa desde 1974. Otra de las animitas famosas es la "Carmencita", supuesta niña de 9 años asesinada por su padrastro, que en realidad resultó ser una mujer de 37 muerta de un shock anestésico. Otro dato: Al cementerio se llegaba en el siglo pasado a través del tranvía que corría por avenida La Paz, que era el número ocho, pero este se mostraba horizontal a un costado del carro. Un ocho muerto...y también el símbolo del infinito.
Entre los hechos anecdóticos acontecidos en el Cementerio General se cuenta la tradición que encabezaba un joven Neruda, cada 1° de noviembre, cuando de noche partía junto a un grupo de amigos, tras horas de bohemia, a dar cristiana sepultura a un flaco vate a quien llamaban el Cadáver Valdivia. Así lo relata Diego Muñoz en sus Memorias: "Cuando al fin llegamos a las puertas (del cementerio) bajamos todos y rodeamos al poeta Cadáver. La primera vez pronunció un discurso Alberto Rojas Jiménez, tratando de ceñirse al modelo más cursi y amanerado que pudiera imaginarse en boca de un académico del siglo pasado. Lloramos todos, abrazamos al Cadáver Valdivia para despedirnos. Por cierto que el precavido Rocco del Campo traía 3 o 4 botellas de vino en los bolsillos de su chaqueta, de modo que todos, incluso el Cadáver, bebimos a pico de botella. Y como la ceremonia terminaba ya, volvimos todos a los coches, incluso el finado, y regresamos al barrio de nuestras noches de bohemia".
También tuvo una vida entera de conexión con el camposanto el doctor Augusto Orrego Luco (1848-1933) -eminencia médica del siglo XIX, diputado, ministro de Salud del Presidente Sanfuentes e íntimo amigo de Arturo Alessandri- quien fue en su época de parlamentario un activo promotor de la ley según la cual nadie puede ser sepultado sino después de 24 horas de haber muerto. Esta loable iniciativa sin embargo tenía su origen en un trauma de infancia. Cuando Orrego Luco era niño, declararon muerta a una empleada de la casa. La condujeron al Cementerio General enterrándola en la fosa común. Por la noche un rostro conocido apareció en la casa, ocasionando un momento de horror entre los Orrego. La empleada se había arrancado de su tumba.
Actualmente, el Cementerio General es centro de reuniones de una novel comunidad vampírica, que se reúne en la galería semicircular frente al cementerio despues de las doce de la noche. ¿Qué hacen ahí? Según sus propias palabras: "beber, emborracharse, pensar y aprender a cazar".
¿Existen fantasmas en el Cementerio General? No muchos, al parecer. Cuesta encontrar consignada una historia como la que relata Joaquín Edwards Bello en su libro Crónicas del Centenario. Edwards era amigo del escritor colombiano Claudio de Alas, y ambos acostumbraban a dar paseos en las tardes por el camposanto, esto por ahí por el año 1910. De Alas intentaba cortejar a una niña, a la que siempre veía asomada a un balcón de una casa aledaña al cementerio; un día comentó a Edwards: "Creo, Joaquín, que estoy enamorado de un fantasma. No he podido averiguar ni siquiera su nombre. La seguí una noche de fiesta desde la Plaza de Armas y llegué hasta su chalet, donde no he visto entrar jamás a nadie. Una mañana fui a dar dos aldabonazos a esa puerta y sonaron a hueco. Miré el jardín musgoso, donde yacían botellas quebradas y juguetes viejos, destrozados. Al cabo de un rato, que lo mismo pudo ser una hora como quince minutos, se abrió la puerta y vi en el gran silencio y la oscuridad a tres viejas que zurcían o hilaban. No hallando qué decir, turbado, y sin venirme un nombre a los labios, les pregunte si vivía ahí yo mismo, si vivía en ese chalet Claudio de Alas... sin levantar la vista, las tres ancianas flacas dijeron 'sí'..." De Alas llevó a Joaquín Edwards a las cercanías del chalet, para enseñarle como evidencia que este además "no daba sombra". El escritor opinó al respecto: "Miré al chalet y, en efecto, no sé qué sería, pero estaba como aislado, perfectamente libre de sombras de ninguna clase, todo en la misma claridad cenicienta que tenía el cielo a esa hora. El aire estaba lleno de ese perfume de coronas de cementerio que se suele sentir al final de la calle Recoleta y en Avenida La Paz...".»