Cementerios del Mundo
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 Cuentos de Sepultureros

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MensajeTema: Cuentos de Sepultureros   Cuentos de Sepultureros Icon_minitimeMar Ago 14, 2007 1:50 pm

Los sepultureros son siempre víctimas de macabras bromas de parte de seres sobrenaturales, ya sea en leyendas o en obras de importantes escritores.
a) "El rey de los gatos", cuento tradicional inglés. En el oeste de Inglaterra, no lejos del pueblo campesino de Frome, estaba la casa del enterrador, junto a la iglesia del pueblo.
Hace más o menos unos doscientos años, un atardecer otoñal, Jack Luscombe, el enterrador del pueblo, estaba sentado junto a una tumba abierta, descansando un poco. Se hallaba allí disfrutando de las últimas bocanadas de su vieja pipa de arcilla, antes de volver a casa. Un día más, Jack había estado trabajando en la sepultura del señor Fordyce, y se sentía muy contento con lo que había hecho. Unos cuantos centímetros más mañana y tendrían un espléndido funeral el sábado siguiente, con muchas flores y muchos lloros por parte de los asistentes.
De pronto, Jack oyó un ruido que le dio vuelta el estómago, y le hizo sentirse mal. Era como muchos gatos maullando, pero en un extraño coro.
Desde luego no podía ser Tom, el gato negro de Jack: lo había dejado en casa dormitando, estirándose en la alfombra ante el fuego, tranquilo y contento. Era un auténtico holgazán, y un extraño compañero a la vez. Era sedoso y negro, con una mancha blanca en el cuello, y tenía unos raros ojos almendrados y orejas color ciruela. Al bueno de Tom le gustaba mucho la comodidad, y no estaría en el cementerio a aquellas horas. Jack Luscombe miró la penumbra a través de las lápidas de piedra grises y lúgubres, y vio algo que le hizo frotarse los ojos con incredulidad. Nueve gatos negros y sedosos se acercaban a él llevando un ataúd cubierto con una tela negra y, encima, una pequeña corona de oro.
El sepulturero contuvo el aliento, sin atreverse siquiera a chupar su pipa o mover el bigote. La procesión iba directa hacia él. A cada tres pasos, los nueve negros porteadores soltaban un profundo ¡miau! a coro, parecido al viento soplando entre los tejos.
A medida que se acercaban, Jack podía distinguirlos con más claridad.
Sus ojos brillaban en la penumbra con una extraña luz ámbar. Ocho llevaban el ataúd, y el noveno, el mayor y más negro, iba delante, como si presidiera un grupo de personas en un entierro. Se movían despacio y solemnemente entre las sombras de las lápidas, sin tropezar ni pisar las tumbas.
¡Pobre Jack! Le temblaban las rodillas, su pelo canoso se le erizó, y, tartamudeando y de prisa, musitó todas las oraciones que pudo recordar. Los gatos siguieron andando hasta que llegaron junto a la tumba a medio excavar del señor Fordyce. Allí se detuvieron.
Los nueve gatos estaban quietos, esperando y mirando fijamente a Jack, estirando sus orejas color ciruela. Ninguno dijo una palabra. Al fin, el gran gato negro dio la vuelta a la tumba y se dirigió a Jack con voz humana.
Y éstas fueron sus palabras: -Dile a Tom Tildrum que Tim Toldrum ha muerto.
Ni más, ni menos. Tan claro como la campana de la iglesia.
Jack no pudo más. Salió corriendo antes de que aquellos gatos le saltaran encima. Llegó sin aliento a su casa, empujó la puerta y la cerró
tras él. Dio un susto terrible a su mujer.
-¿Qué es lo que te da tanto miedo, Jack Luscombe? -le preguntó, mirando su pálida cara.
En cuanto consiguió hablar, Jack exclamó:
-¡Quién es Tom Tildrum, eso es lo qué me gustaría saber!
Su mujer y el gato dieron un salto a la vez.
-¿Cómo voy a saberlo yo? -dijo la mujer, todavía sobresaltada-. ¿Por qué buscas a ese tal Tom Tildrum? ¿Qué diablos te pasa?
-¡Oh, no te lo vas a creer! -dijo él-. He visto unas cosas muy raras esta noche en el cementerio, en la tumba del señor Fordyce.
Se derrumbó en un sillón y empezó a contar su aventura. Se interrumpía para tomar aliento, dándose cabezadas contra el respaldo del sillón y cerrando los ojos. Cada vez que lo hacía, su gato negro soltaba un ruido como si gruñera o se irritara, impaciente por oír toda la historia. Un extraño brillo aparecía en sus almendrados ojos cuando miraba al narrador.
-Fíjate -dijo Jack-, aquel enorme gato negro, con ojos como platos, se
acercó y me dijo... ¡es la verdad, me habló con voz humana! Me dijo: "Dile a Tom Tildrum que Tim Toldrum ha muerto." Tan cierto como que estoy aquí sentado.
Jack ya había tenido bastantes sustos aquella noche, pero le faltaba otro, probablemente el peor. Porque mientras estaba hablando, su gato se había estirado, arqueado el lomo y quedado observando, con el rabo negro levantado y sus orejas color ciruela alerta. Después de un momento, abrió la boca y habló:
-¡Por todos los diablos! ¡El viejo Tim ha muerto! ¡Entonces yo soy ahora
el Rey de los Gatos!
Antes de que el enterrador y su mujer hubieran podido reaccionar, Tom se había metido en la chimenea y desaparecido entre una nube de hollín. Nunca lo volvieron a ver.
Cuentos maravillosos de hoy y de siempre, de James Riordan, está publicada aquí en PlazaJanés, 1986.
b)En su cuento En la cripta, H. P. Lovecraft da una excelente descripción de lo que le puede ocurrir al curtido enterrador Birch, cuando va a meterse al cementerio en pleno Viernes Santo, sin pensar en que aun faltaban 80 años para que se fundara el Hospital del Trabajador. Lo que le ocurre no lo olvidara jamás, he aquí un extracto del relato:
"La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia..."
c) Por ultimo, Charles Dickens nos relata, en este poco conocido cuento, lo que le sucede a un enterrador que tiene la mala idea de ir a trabajar en Navidad. Valga el siguiente extracto, sacado del cuento "La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador" del libro The Pickwick Papers:
"...En el momento en el que iba a llevarse la botella a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el cementerio bajo la luz pálida de la luna. La fría escarcha brillaba sobre las tumbas lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra dula vieja iglesia. La nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos apretados de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los habían enrollado. Ni el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne.
Tan frío y quieto estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.
-Fue el eco -dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios.
-¡No lo fue! -replicó una voz profunda.
Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una forma que hizo que se le helara la sangre.
Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal, que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a este mundo. Sus piernas fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en las rodillas. Sobre el cuerpo, corto y redondeado, llevaba un vestido ajustado adornado con pequeñas cuchilladas; colgaba a su espalda un manto corto; el cuello estaba recortado en curiosos picos que le servían al duende de golilla o pañuelo; y los zapatos estaban curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la cabeza llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado con una única pluma. Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el duende parecía encontrarse cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años. Estaba absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede mostrar.
-No fue el eco -dijo el duende.
Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.
-¿Qué haces aquí en Nochebuena? -le preguntó el duende con un tono grave.
-He venido a cavar una tumba, señor-contestó, tartamudeando, Gabriel Grub.
-¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche como ésta? -gritó el duende.
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -contestó a gritos un salvaje coro de voces que pareció llenar el cementerio. Temeroso, Gabriel miró a su alrededor sin que pudiera ver nada.
-¿Qué llevas en esa botella? -preguntó el duende. -Ginebra holandesa, señor -contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos contrabandistas y pensó que quizá el que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los duendes.- ¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como ésta? -preguntó el duende.
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -exclamaron de nuevo las voces salvajes.
El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego, elevando la voz, exclamó:
-¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?
Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las voces de muchos cantantes entonando, con el poderoso volumen del órgano de la vieja iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la misma:
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:
-Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso?
El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.
-¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? -preguntó el duende pateando con los pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond Street las botas Wellingtons más a la moda.
-Es... resulta... muy curioso, señor -contestó el enterrador, medio muerto de miedo-. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que tengo que regresar a terminar mi trabajo, señor, si no le importa.
-¡Trabajo! -exclamó el duende-. ¿Qué trabajo? -La tumba, señor; preparar la tumba -volvió a contestar tartamudeando el enterrador.
-Ah, ¿la tumba, eh? -preguntó el duende-. ¿Y quién cava tumbas en un momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello?
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -volvieron a contestar las misteriosas voces.
-Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -dijo el duende sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas... y era una lengua de lo más sorprendente-. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -repitió el duende.
-Por favor, señor-replicó el enterrador sobrecogido por el horror-. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no creo esos caballeros me hayan visto nunca, señor.
-Oh, claro que te han visto -contestó el duende-. Conocemos al hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía
estar alegre y él no. Le conocemos, le conocemos.
En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó e pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla..."

d) Sin embargo, si existe un enterrador bribón, filósofo y humorista ese es el de Hamlet, interpretado magistralmente por muchos actores, aunque me quedo con Billy Cristal en la versión de Kenneth Branagh.
El Cuento de Lovecraft lo pueden encontrar en: http://ex-inferis.galeon.com/aficiones914747.html
El Cuento de Dickens lo pueden encontrar en: http://pacomova.eresmas.net/paginas/H/la_historia_de_los_duendes_que_s.htm
Y a Hamlet, que nunca está demás en el hogar, lo encuentran en: http://www.educarchile.cl/ntg/mediateca/1605/article-100338.html
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